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El día de… la cotorra de Carolina

21.02.18 // POST ESCRITO POR AMAYA OYÓN

100 años sin cotorra de Carolina

Conmemoramos la muerte de Incas, la última cotorra de Carolina, dedicándole nuestras obras gráficas y literarias acompañadas de información esencial sobre la especie.

A los que ya la conocéis y especialmente a los que no, os invitamos a explorar la historia de este inconfundible ave neotropical cuya extinción se ha convertido hoy en centenaria. El 21 de febrero de 1918 moría la última cotorra de Carolina en el zoológico de Cincinnati, era un macho llamado Incas y con él se marchaba el único loro nativo de Norteamérica. A pesar de haber sido abundante, su población se derrumbó a finales del siglo XIX y para la primera década del XX todo lo que quedaba de estas cotorras eran algunas descripciones, ilustraciones y cientos de especímenes inertes repartidos por distintos museos.

Os invitamos a recorrer los detalles de su vida y las circunstancias que le rodearon hasta su final como especie. Las aportaciones de nuestros colaboradores os irán ilustrando durante todo el trayecto en forma de obras visuales y literarias en las que capturamos todo lo que nos inspira este ave. Y el broche del post tiene nombre propio, Fernando González Sitges, reconocido zoólogo (y director, guionista, escritor, ilustrador… además de un gran tipo) ha colaborado con Artimalia aportando su sabiduría y buen hacer, así que el homenaje no podía ser más especial. Os dejamos con su prólogo y su obra.

El d’a de... la cotorra de Carolina

Foto: cotorras de Carolina preservadas. Autora: Chelsea Hothem, 2016. Fuente: The Ohio State University.

La cotorra de Carolina

Prólogo por el zoólogo ©Fernando González Sitges, para Artimalia

           Con la desaparición de una especie acaba un prodigioso experimento biológico, un prototipo de vida que a la naturaleza le ha costado casi 4.500 millones de años de casualidades químicas, complejidades biológicas, sufrimiento evolutivo, suerte y una dura competencia adaptativa. Cuando causas ajenas producen esta extinción sólo nos queda la nostalgia de lo que pudimos ver y un profundo sentimiento de pérdida. Pero cuando somos nosotros los causantes directos, la tristeza y la culpa se suman a los sentimientos anteriores y uno se pregunta cómo una especie que se erige como la más civilizada y, por lo mismo, sensible y responsable, es capaz de tamaña atrocidad.

           Hicimos desaparecer la cotorra de Carolina. Nunca más nadie, en ningún lugar, podrá ver una viva. Cuando el 21 de febrero de 1918 murió el último ejemplar en el zoo de Cincinnati también nosotros, los seres humanos, perdimos una parte de nuestra naturaleza, de nuestro mundo.

           Los indios norteamericanos cohabitaban con las cotorras de Carolina desde su llegada al continente. Todas las tribus del sudeste norteamericano la conocían e incluso la cazaban sin alterar sus enormes poblaciones. Luego llegó el hombre supuestamente civilizado y la coexistencia desapareció. Los bosques que alimentaban a las cotorras desaparecieron convirtiéndose en campos de cultivo. Los frutos y granos salvajes se cambiaron por los de los cultivos. Y los agricultores empezaron a disparar a las cotorras. Luego ya es una historia conocida. Matar cotorras era necesario, divertido, fácil… Se las capturaba para el lucrativo negocio de las plumas que demandaba la moda, se las atrapaba para venderlas como mascotas, se las disparaba para darle de comer a los cerdos… Ya había pasado antes con la paloma migratoria hasta extinguirla en 1914. Los animales domésticos contagiaron enfermedades contra las que las cotorras no tenían defensas. Y sus hábitos solidarios terminaron de completar la tragedia. Las cotorras de Carolina acudían a socorrer a sus compañeras heridas y los cazadores, que sabían sus costumbres, las esperaban hasta acabar con todo el grupo.

           Otra especie que se fue. Otra especie que no volverá jamás. Nos lamentaríamos si alguien quemara un Velázquez, destruyera una escultura de Miguel Ángel, o hiciera pedazos un Stradivarius. Y no nos damos cuenta de que cada especie que se va es una obra de arte evolutiva que ni el mejor de los artistas podría imitar jamás.

El d’a de... la cotorra de Carolina Fernando Gonzalez Sitges

Dibujo de la cotorra de Carolina por ©Fernando González Sitges, para Artimalia.
Técnica: plumilla, acuarela y té.

«El dibujo de la cotorra de Carolina habla de su trágica historia. Al fondo, descolorido, un dibujo de Audubon nos habla de los últimos días de su especie. El autor utilizó como modelo cotorras muertas tal y como solía hacer. Daniel Boone, su guía, disparaba a las aves y Audubon las pintaba. En este caso puede que ya le costara encontrar especímenes vivos. Su declive había empezado años antes.

La cotorra del dibujo viste un traje sacado de una vieja fotografía de una mujer y madre cherokee; una tribu que, como nuestra cotorra protagonista, desapareció con la llegada del “hombre blanco”. En la mano sostiene una clepsidra representando el tiempo de su especie que se acabó en 1918.

Y en el suelo, dejando un rastro de sangre, un sombrero simboliza la industria, los intereses económicos, que terminaron por hacer desaparecer toda esperanza para el único loro que haya existido jamás en Norteamérica». –Fernando G. Sitges

El d’a de... la cotorra de Carolina Amaya Oyón

Cotorra de Carolina por ©Amaya Oyón, para Artimalia. Técnica mixta.

El d’a de... la cotorra de Carolina Guiomar Gonález

Cotorra de Carolina por ©Guiomar González, para Artimalia. Técnica mixta.

El d’a de... la cotorra de Carolina Jaume Marco

Cotorra de Carolina por ©Jaume Marco, para Artimalia. Técnica digital.

El d’a de... la cotorra de Carolina Jorge Ochagavía

Cotorra de Carolina por ©Jorge Ochagavía, para Artimalia. Técnica mixta.

El d’a de... la cotorra de Carolina

Cotorra de Carolina por ©Rafa Garabal, para Artimalia. Técnica digital.

Plaga solidaria

Microrrelato por la escritora ©Juana Espín, para Artimalia

La fiesta era en el campo, entre cultivos. El grupo de ecologistas homenajeaba. La consigna, un sombrero de plumas verdes, amarillas y naranjas como las de aquella vieja Cotorra de Carolina que fue exterminada sin piedad. Al atardecer se juntaron todos, eran muchos activistas, más de los que nunca imaginaron que vendrían, aunque no era extraño tanta entrega ante esta especie perdida. Acudieron todos ellos, solidarios, cogidos del brazo unos con otros, con sus sombreros de plumas calados hasta los ojos. Entre los cultivos escucharon detonaciones. Algunos sombreros cayeron al suelo con sus correspondientes cuerpos abatidos. Los demás, horrorizados, acudieron en su auxilio, no entendían qué pasaba, ¿por qué les estaban disparando? Los mataron a todos y los amontonaron sin saber qué hacer con todas aquellas cabezas de plumas verdes, amarillas y naranjas y todos esos cuerpos de hombres y mujeres rígidos y sin movimiento. ¿Qué nueva plaga era esta?, se preguntaron los granjeros.

EX

Microrrelato por el biólogo ©Manuel Ortiz
Imagen: Naturalis Biodiversity Center

Lo llamaron plaga, lo llamaron calamidad, lo llamaron “lo peor que nos podía pasar”. Ellos se atrevían a juzgar, ellos, que llevaban una fracción de segundo en esta ciudad.

Incas revoloteaba ayer en su jaula de metal. Plumas verdes y doradas, los colores de un pueblo ancestral.

«El último conuro al oeste del Misisipí», titularán.

Una nueva extinción que cimenta su imperio mortal.

Arrasan nuestra tierra y nos llaman salvajes, ellos, capaces de matar por matar.

Exterminan nuestra raza y erigen urbes sin árboles, a las que osan llamar ciudad.

Ellos, de tez cetrina y cadavérica, ellos son la enfermedad.

EX

Microrrelato por el biólogo ©Manuel Ortiz
Imagen: Naturalis Biodiversity Center

Lo llamaron plaga, lo llamaron calamidad, lo llamaron “lo peor que nos podía pasar”. Ellos se atrevían a juzgar, ellos, que llevaban una fracción de segundo en esta ciudad.

Incas revoloteaba ayer en su jaula de metal. Plumas verdes y doradas, los colores de un pueblo ancestral.

«El último conuro al oeste del Misisipí», titularán.

Una nueva extinción que cimenta su imperio mortal.

Arrasan nuestra tierra y nos llaman salvajes, ellos, capaces de matar por matar.

Exterminan nuestra raza y erigen urbes sin árboles, a las que osan llamar ciudad.

Ellos, de tez cetrina y cadavérica, ellos son la enfermedad.

El d’a de... la cotorra de Carolina Juan Carlos Aguado Ruiz

Cotorra de Carolina por ©Juan Carlos Aguado, para Artimalia. Técnica digital.

El d’a de... la cotorra de Carolina Sol álvarez

Cotorra de Carolina por ©Sol Álvarez, para Artimalia. Técnica mixta.

El d’a de... la cotorra de Carolina Javier Vidorreta

Cotorra de Carolina por ©Javier Vidorreta, para Artimalia. Técnica digital.

El d’a de... la cotorra de Carolina Carolina Ugarte

Cotorra de Carolina por ©Carolina Ugarte, para Artimalia. Técnica digital.

El d’a de... la cotorra de Carolina Javi Maen Log

Cotorra de Carolina por ©Javi Maen Log, para Artimalia. Técnica mixta.

Las cotorras que poblaron las vitrinas

Rima libre por ©Amaya Oyón, para Artimalia

Recuerdo la primera vez que supe de la cotorra de Carolina. Su historia sigue revoloteándome todavía.

La visualicé sobre mi hombro, trepando atrevida.

La imaginé simpática, lista, afectiva, risueña, alborotadora, inquieta y compasiva.

Solo nos han llegado dibujos, y un puñado de relatos del ave en vida, vagos testimonios, meras pistas.

La silenciaron para siempre, la convirtieron, en una especie vencida.

Los escasos datos, la historia desdibujada, su extinción, un collage de inconclusas teorías.

La pérdida de hábitat, no hay duda, causa estrella de la gran mayoría.

También rondaban escopetas de granjeros, apuntando insistentes, cuando visitaba sus cosechas de Florida.

Cuando un miembro de la bandada caía, las demás acudían, formando un grupo fácil para su matanza masiva.

Y, quizás, como azote final, las enfermedades, y las posibles especies introducidas.

No hubo voluntad por salvar a la especie. El único esfuerzo, preservar especímenes para museos y vitrinas, surtir cajones de ciencia justo antes de su desaparición definitiva.

A veces percibo sus cuerpos alineados como un extraño inventario fetichista.

Ojos de vidrio, gestos agarrotados y cuerpos insertados en alambres que fracasan en moldear la muerte para que parezca vida.

Hoy se cumplen cien años desde que muriese Incas, la última cotorra de Carolina.

No hacía mucho había perdido a su Lady Jane querida, su compañera de jaula, tres décadas seguidas.

Si la edad no perdona, la pena castiga.

Ahora es Incas, eterna alusión a nuestros desatinos, retal inerte, solitario, yaciendo boca arriba.

Adiós inmortalizado de una especie con billete solo de ida.

Cinco datos curiosos sobre la cotorra de Carolina que, muy probablemente, te sorprendan:
El d’a de... la cotorra de Carolina cosechas

Imagen por ©Amaya Oyón, para Artimalia.

DATO IMPRESCINDIBLE N.º 1
¿Plaga o bendición?
Cuando la cotorra de Carolina sobrevolaba las cosechas…

Principalmente comía las semillas de árboles y arbustos del bosque, sin embargo, en el momento de su declive también se alimentaba de manzanas, uvas e higos que a menudo conseguía en las plantaciones agrícolas. La presencia de esta cotorra en los campos de cultivo generaba opiniones divididas entre los agricultores de la época aunque es difícil calcular cuántos la consideraban bendición y cuántos todo lo contrario. Por un lado contaba con el reconocimiento de algunos granjeros por su valor en el control de plantas invasoras. La Cotorra de Carolina mostraba predilección por la bardana común Xanthium strumarium, una planta que parasitaba las granjas y campos del sur y que contenía un glucósido tóxico. Pero el otro sector de granjeros estaba muy lejos de pensar que en realidad les favorecía y solo veía en ella una plaga que se lanzaba sobre sus cosechas, así que no dudaron en dispararles indiscriminadamente siempre que tenían ocasión. Por desgracia, el carácter marcadamente gregario de estas cotorras ofrecía unas facilidades inmensas para su aniquilación en grupo.

Matanza al por mayor
Su conducta gregaria facilitó sobremanera su aniquilación masiva

La cotorra de Carolina vivía en comunidad y demostraba un comportamiento altamente social, una característica que comparte con otras cotorras y cacatúas y que las hace especialmente vulnerables a la depredación humana: cuando un miembro de la bandada es herido o muerto, el resto de sus componentes, invariablemente, acude a su lado con la intención de socorrer o acompañar a los congéneres caídos, una conducta que es difícil no calificarla de compasiva. Y fue este comportamiento de congregación el que facilitaba sobremanera a los cazadores su tarea de matar muchos ejemplares en poco tiempo porque los caídos atraían de nuevo a la bandada… y vuelta a empezar.

El d’a de... la cotorra de Carolina

Imagen: sombrero femenino con una cotorra de Carolina entera disecada. Finales 1800 – principios 1900.

DATO IMPRESCINDIBLE N.º 2
Aberraciones para vestir cabezas
El sórdido negocio de los sombreros de plumas

La caza también jugó un papel importante en el declive de la cotorra de Carolina que fue perseguida por sus coloridas plumas a fin de abastecer la creciente demanda de adornos para sombreros femeninos, un comercio devastador para muchas de las aves más llamativas de América del Norte y una industria floreciente que se mantuvo hasta mediados del siglo XX.

La moda de los sombreros emplumados comenzó con el surgimiento del humanismo renacentista en el siglo XV, ya en aquella época los nobles usaban plumas de pavo real y avestruz como símbolo de estatus social porque eran elementos caros y exclusivos. La demanda creció dramáticamente con la revolución industrial del siglo XIX. A finales de siglo, tanto en América como en Europa, los sombreros conocidos como «Fancy feathers» iban más allá en su afán por enfatizar el materialismo individual y se fabricaban con alas de pájaros, cabezas, plumas o cuerpos enteros disecados. Cuanto más rara y exótica era el ave, más prestigio le otorgaba a su portador.

La industria de la sombrerería tuvo un efecto catastrófico para muchas especies de aves. Entre tantas otras, la cacería se cebó con las aves del paraíso (Paradisaeidae), aves muy codiciadas debido a su rareza –resultado de la comercialización de plumas americana y europea–. Se estiman entre 30.000 y 80.000 pieles de aves del paraíso vendidas anualmente en subastas celebradas en entre 1905 y 1920 en las ciudades más ‘punteras’.

Las principales impulsoras del comercio de plumas fue la industria de Londres y Nueva York. En palabras de William Hornaday: «Londres es la meca mundial de los ‘asesinos de plumas’» y calculó que el mercado londinense había consumido plumas de 130.000 garzas en nueve meses.

Las plumas blancas y brillantes de las garcetas también tuvieron una gran demanda. La garceta nívea (Egretta thula), y su pariente algo mayor de tamaño, la garceta grande (Ardea alba), estaban en peligro a finales del siglo XIX y para comienzos del XX ya estaban al borde la extinción. En la mayoría de las ocasiones, los cazadores mataban a las garcetas durante la época de apareamiento porque las plumas de los adultos se volvían más esplendorosas durante este periodo y la industria sombrerera pagaba mucho mejor las plumas más grandes y atractivas. Aniquilar a las aves adultas en periodo de anidación, lógicamente, también implicaba que las crías quedaran huérfanas y condenadas a morir, por hambre o devoradas por los depredadores.

Mientras que las especies de aves más raras eran las más preferidas, los sombrereros usaban cualquier especie de ave para usar en sus creaciones, y lo hacían en cantidades alarmantes. En 1886, la Unión Americana de Ornitólogos estimó que se mataban 5.000.000 de aves norteamericanas cada año con fines de sombrerería.

Las mujeres que alzaron la voz por las aves
El boicot de Harriet y Minna a los caprichos de la alta sociedad

Como toda acción tiene su reacción, dio comienzo una batalla contra el comercio de plumas de ave a finales del XIX y principios del XX. «Murderous Millinery», que puede traducirse como «Sombrerería Asesina», es un término que se utilizaba en protesta a los fabricantes de sombreros.

El comercio desmesurado de plumas instigó movimientos por la defensa y preservación de aves. A finales de la década de 1890, las mujeres conservacionistas de todo el país se estaban uniendo para proteger las aves de Estados Unidos desencadenando un debate nacional que se posicionaba tambaleante de un lado y de otro.

En Boston, las sociables Harriet Hemenway y su prima Minna B. Hall organizaban fiestas del té para informar a sus amigos ricos de que las aves estaban desapareciendo a un ritmo alarmante. En esas reuniones instaban a las mujeres a que se unieran en sociedad para poder protegerlas –especialmente a la garza–. Su boicot al comercio de sombreros emplumados culminaría con la formación de la Sociedad Audubon Nacional, que más tarde daría lugar a otras delegaciones repartidas en más de una docena de estados.

La presión sobre la industria de las plumas se intensificó y se organizaron protestas apoyadas por las sociedades Audubon y otros amantes de las aves. La revuelta impulsó la aprobación de leyes estatales y federales, como la Ley Lacey de 1900 y la Ley Weeks-McLean, aprobada por el Congreso el 4 de marzo de 1913. Finalmente, el Tratado de Aves Migratorias de 1918 hizo ilegal «perseguir, cazar, tomar, capturar, matar, poseer, vender, comprar; así como importar, exportar o transportar cualquier ave migratoria». Esta ley, que marcó un hito en la historia de la conservación estadounidense, se ha ido ampliando y mejorando a lo largo de los años.

blog_cotorra_carolina_dato_martha

Fotografía: cuerpo preservado de Martha, la que fue última superviviente de las palomas viajeras (Ectopistes migratorius). Autor: desconocido. Fecha: 1967. Cita: Archivos del Instituto Smithsonian (Record Unit 7410, Box 1, Folder 4). Fuente: wikimedia.

DATO IMPRESCINDIBLE N.º 3
La jaula que vio morir a dos especies
Despidiendo a Martha y a Incas

Si algo vincula la cotorra de Carolina (Conuropsis carolinenesis) con la paloma viajera (Ectopistes migratorius) es que ambas representan los casos de extinción más trágicos sucedidos en tiempos modernos. Quiso la historia y la coyuntura que estas dos especies de biología distinta compartieran detalles en el recorrido de su existencia y en su final como especies. Apenas cuatro años separan la muerte de Incas, la última cotorra de Carolina, de la de Martha, la última paloma viajera.

Las dos eran endémicas y formaban parte de la avifauna norteamericana. La cotorra de Carolina era, además, el único loro originario de los Estados Unidos. A pesar de haber sido abundantes –la paloma, concretamente, contaba con miles de millones de ejemplares cuando los europeos llegaron a América–, sufrieron un declive poblacional tan acusado que en poco tiempo acabaron engrosando la lista de especies extinguidas, esto sucedió para ambos casos durante la década de 1910. Tanto la cotorra como la paloma mostraban un comportamiento altamente social y se agrupaban en grandes bandadas bulliciosas que podían escucharse a kilómetros de distancia. La agricultura fue ganando terreno a los bosques, así que pronto las aves se vieron desplazadas por la destrucción progresiva del hábitat. Ni granjeros ni colonos les tenían simpatía, las persiguieron incansablemente y las aniquilaron en masa porque representaban una amenaza para sus campos de cultivo, entre otras causas.

Quiso también la historia, que las dos dijeran su adiós definitivo como especie en la misma jaula que durante décadas las había mantenido cautivas en el zoológico de Cincinnati. Una coincidencia casi poética, pero igual de deprimente. Ahora los restos disecados de numerosos especímenes ocupan las vitrinas de distintos institutos científicos y museos, cuerpos perpetuados para la posteridad que evidencian, para quien quiera escucharlos, un triste capítulo en la conservación de la vida silvestre y nuestros despropósitos como especie dominante capaz de llevar a otras al exterminio absoluto.

En la placa conmemorativa del zoológico de Cincinnati, justo encima de una cotorra de Carolina disecada, puede leerse: «Disappeared like a wisp of smoke», algo así como «Esfumada». Los restos de Martha fueron donados en su momento al Instituto Smithsonian y les acompañaba el epígrafe: «Última de su especie, murió a la 1.00 p. m. el 1 de septiembre de 1914, a los 29 años de edad, en el zoológico de Cincinnati. Extinta».

blog_cotorra_carolina_dato_doodles

Fotografía: rarísima imagen de una cotorra de Carolina viva conocida como Doodles, en la foto aparece junto a Paul Bartsch. Autor: Paul Bartsch. Año: 1906. Fuente: wikipedia.

DATO IMPRESCINDIBLE N.º 4
Diario de una convivencia
Paul Bartsch y Doodles

No se conocen fotografías de la cotorra de Carolina en la naturaleza. El material disponible se limita a descripciones, dibujos y cerca de 800 cuerpos preservados, tal vez por eso sea tan extraordinaria la fotografía que mostramos arriba. Ver a una cotorra viva, aunque sea tan alejada de su hábitat natural, parece darle otro punto de realidad a su tan mal documentada existencia. Pero si algo completa esta imagen son los testimonios de Paul Bartsch, el hombre que aparece junto a ella. En 1902 el ornitólogo Robert Ridgway ofreció a Bartsch cuidar de un polluelo de cotorra de Carolina que había sido rechazada por sus padres. Al aceptar, Bartsch se convertiría, sin saberlo en aquel momento, en una de las últimas personas en ver a una cotorra de Carolina con vida. Paul Bartsch fue un reconocido zoólogo y una autoridad en el campo de los crustáceos y los moluscos.

Cuenta Bartsch cómo el polluelo llegó en mal estado y el esfuerzo que conllevó procurarle comida y agua hasta que pudo ganarse su confianza. Primero le alimentaba directamente en el pico y luego le enseñó a picotear para que consiguiera la comida por sí mismo. En cuanto Doodles –así se llamaba– aceptó a su cuidador humano, dio comienzo una bella historia de convivencia que dejamos en palabras del propio Bartsch: «Doodles era un miembro más de la familia y, como el resto, tenía el control de la casa. Compartió nuestras comidas, se portó bien, y se mantuvo casi siempre en su plato».

No muy distinto al comportamiento de otros loros, Doodles era astuto e inquieto. Las joyas brillantes, los alfileres y las canicas eran sus objetos de juego predilectos. Le gustaba asomarse a través de la ventana del comedor para ver cruzar a los transeúntes y, de paso, intentar entablar amistad con las palomas del vecindario. Su fascinación por ellas hizo que se escapara en más de una ocasión, pero Bartsch siempre conseguía recuperarlo… aunque tuviera que ir saltando de tejado en tejado. Doodles era afectivo y disfrutaba cuando le acariciaban. Tal era el vínculo con su cuidador que volaba hasta su habitación para pedirle que se despertara. En otras ocasiones prefería acurrucarse junto a su mejilla y compartir un rato de siesta.

Un día de 1914, Doodles se dejó caer desde la parte superior de la puerta. Sostenido entre las manos, cerró lentamente los ojos y se puso rígido. Decía Bartsch: «Puede que continúe contando historias sobre Doodles, pero tal vez esto sea suficiente para mostrar el maravilloso compañero que fue».

El d’a de... la cotorra de Carolina Amaya Oyón

Imagen: ©Amaya Oyón, para Artimalia.

DATO IMPRESCINDIBLE N.º 5
Sus parientes vivas más cercanas
El árbol genealógico de la cotorra de Carolina

Aunque fue el único miembro de su género (Conuropsis), la cola larga puntiaguda, los característicos mechones y mejillas, la combinación cromática del plumaje y el pico ancho y robusto de la cotorra de Carolina guardan una relación directa con los loros del género Aratinga, lo que lleva a la mayoría de los expertos a determinar que son parientes cercanos. Aunque las relaciones evolutivas entre la cotorra de Carolina y otras especies de loros neotropicales son difíciles de precisar, los análisis estadísticos y la posterior reconstrucción del árbol genealógico indican que la cotorra de Carolina es pariente de una triada de especies compuesta por:

Ñanday (Nandayus nenday), un loro verde con la cabeza y el cuello de color negro. Las similitudes en la distribución del color revela que la cotorra ñanday mantuvo las plumas primarias azules pero, en su evolución, reemplazó u oscureció el plumaje amarillo y naranja de la cabeza. Actualmente está clasificada como LC (preocupación menor) en la lista roja de la IUCN.

Aratinga testadorada o periquito de cabeza dorada (Aratinga auricapillus), es un pájaro verde con la frente anaranjada y amarilla. Actualmente se encuentra casi amenazada (NT).

Cotorra solar o arantinga sol (Aratinga solstitialis), sus colores principales son amarillo y naranja. En la actualidad se encuentra en peligro de extinción (EN).

Por otro lado, la Cotorra monje (Myiopsitta monachus), introducida desde América del Sur, es muy similar en tamaño y color a la extinta cotorra de Carolina y el área carnosa que rodea sus fosas nasales en un rasgo compartido por ambas especies. Actualmente está catalogada como LC (preocupación menor).

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Fuentes de consulta
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Han participado en este post:

Fernando González Sitges
Biólogo por la Universidad Complutense de Madrid. Zoólogo especializado en documentales y películas de vida salvaje. Director, guionista y realizador. Escritor, articulista e ilustrador. Profesor de cursos de postgrado. Asesor sobre turismo sostenible.

En otra vida sería… una orca para poder recorrer los océanos junto a familia y amigos pero con capacidad para disfrutar de ellos y del viaje permanente. Y con inteligencia y sensibilidad para apreciar las maravillas de todos los mares.

Amaya Oyón
Acerté de lleno eligiendo Diseño Gráfico en la facultad de BB.AA de la UPV. Coexistir con animales me hace sentir viva, por eso Artimalia se ha convertido en mi proyecto mimado y doblemente gustoso porque me ha permitido explorarlo y fusionarlo con mi profesión. Fue en 2010 cuando surgió ese primer apunte rápido sobre Artimalia sin imaginar hacia dónde nos llevaría… Hoy me siento muy honrada de compartir con todos los colaboradores estas horas de dedicación sincera que han hecho que aquella primera idea casi desdibujada se transforme en este proyecto compacto y emocionante. Y lo que vendrá.

En otra vida sería… un vencejo, porque apenas necesita aterrizar.

Sergio Navarro
Dicen de mí que soy un ‘informático sensible’ porque me preocupo por el kerning, el tracking, el padding, el color y las tipografías. Sé distinguir la Arial de la Helvetica. Soy de naturaleza lógica y analítica y disfruto interpretando datos estadísticos. Me gustan las cosas bien hechas y siempre procuro un código limpio y ‘aseado’ para mis trabajos web. Amante de la fotografía, la música y los Gifs animados. Mi tiempo libre se lo dedico al proyecto Artimalia y a remar en piragua; ahora estoy deseando cambiar el río por el mar.

En otra vida sería… Súper Ratón.

Guiomar González
Dibujo desde que tengo memoria. Siempre me interesaron el arte y los cuentos, y un día empezaron a pagarme por dibujarlos ¡Toma! Me sumé al proyecto Artimalia porque quiero aportar mi granito de arena a la lucha contra el olvido; y porque creo que la información y la educación son la base de un mundo más justo para todos los seres vivos.

En otra vida sería… Un cuervo. Bueno, una cuerva.

Jaume Marco
Allá por 1977…
—Y a ti, Jaume, ¿qué te gustaría ser de mayor?
—A mí, selvero.
—Pero, ¿eso qué es? Ese trabajo no existe.
—¿Por qué no? Uno que hace zapatos es zapatero; entonces, uno que va a la selva, será un selvero, ¿no? Pues sí, ¡yo seré selvero!

Vivo y trabajo en València como diseñador gráfico e ilustrador. De momento no he logrado ser selvero, pero sí he conseguido ilustrar animales –algo que he hecho desde siempre– y publicarlos en un álbum infantil «El viaje de Max pelo-flecha», con texto de Francesc Vila.

En otra vida sería… un caballo salvaje o un lobo… nunca lo tengo claro.

Jorge Ochagavía
Así le vemos:
Si te encuentras a alguien, boli en mano, abriéndose hueco en la barra de un bar con el dispensador de servilletas monopolizado a modo de libreta espontánea y que, mientras va creando sus trazos, te suelta un comentario vacilón… ese será Jorge.

En otra vida sería… un poco de bonobo, gato persa, mosquito tigre y koala.

Rafa Garabal
Nací en 1984, y aunque siempre me ha interesado el arte, no siempre me he dedicado a ello. Después de estudiar Enfermería y trabajar durante años en la Sanidad, decidí cambiar el tipo de agujas: de jeringas e inyecciones pasé a las agujas de tatuar. Aparte de la tinta y la piel, los materiales que más utilizo son el lápiz y el carboncillo, además de experimentar nuevas técnicas. Siempre me ha encantado la naturaleza y he convivido con animales.

En otra vida sería… ahora mismo soy la mascota de mis dos gatos así que, seguramente, sería un gato.

Juana Espín
Crecí recorriendo carreteras entre ciudades, campos, pueblos y aldeas de España hasta que me detuve en Valencia, donde ya llevo un buen tiempo. Vivo y trabajo entre libros: los leo, los escribo, los huelo, los acaricio, los beso. Son mi gran pasión. Adoro viajar a países remotos donde nada es como yo conozco. Me meto fácilmente en la piel de animales, plantas, personas y cualquier tipo de objeto. Y estoy contentísima de formar parte de Artimalia aportando mi pequeño granito de arena.

En otra vida sería… cada día sería un animal distinto, por aquello de variar y probarlo todo. Pero si me obligasen a elegir uno, sería un pájaro carpintero. Adoro los árboles y volar.

Manuel Ortiz
Biólogo especializado en biodiversidad, apasionado por la evolución y la paleontología. Trato de compaginar la escritura y la creatividad con mi profesión de investigador y Artimalia me parece el lugar perfecto para hacerlo. No recuerdo un momento de mi vida en el que la naturaleza no me haya fascinado. Me gustaría que quien me lea pueda sentir lo mismo que yo cuando descubrí lo que era un dodo, un tilacino o un sapo dorado.

En otra vida sería… Un pingüino, para poder bucear como un delfín y volar como un albatros. ¿Cómo? ¿Que los pingüinos no vuelan? Oh, bueno, da igual. Me gusta como andan.

Juan Carlos Aguado
Diseñador Gráfico interesado en todo lo relacionado con las Artes.
Sensibilizado con todo lo relacionado con la fauna y el planeta en general.

En otra vida sería…
…Estando el cocodrilo y el orangután
dos pequeñas serpientes y el águila real…

Sol Álvarez
Tras cursar estudios de Ilustración y Concept Art he desarrollado mi obra principalmente como autora de cómics, aunque siempre he buscado un hueco para introducir la fascinación que siento por el mundo animal en mi trabajo. Descubrí esta iniciativa de la mano de Sea Shepherd con el «Proyecto Ballenas» y desde entonces he querido participar. Además, este homenaje me pareció una buena forma de recordar a todos estos animales desaparecidos.

En otra vida sería… una ballena azul para explorar las profundidades oceánicas, desentrañando sus secretos.

Javier Vidorreta
Ciclista en mi madurez, titulado como ingeniero, formado como ilustrador, instruido como emprendedor y apasionado del diseño. La técnica artística que más utilizo es el dibujo digital. Me gusta disfrutar de la naturaleza en largos paseos por el monte siempre con la mejor compañía, canina y humana.

En otra vida sería… un lince ibérico; por aquello de promover lo autóctono.

Carolina Ugarte
Actualmente soy estudiante de Diseño Gráfico. En mi opinión, el arte en todas sus disciplinas es una gran herramienta de comunicación. Participar en proyectos como este es una forma de mostrarle al mundo lo que está ocurriendo por culpa de nuestros actos, cuantos más seamos, más se oirá nuestra voz. Me apasionan los videojuegos y el diseño, soy fiel defensora de los animales y creo que necesitan una ‘voz’ como este proyecto para ser oídos.

En otra vida sería… un águila real para poder volar y sentir la libertad que a veces tanto ansiamos.

Javi Maen Log
Si no estoy con mi pirograbador, estaré sumergido en mi montaña de libros o abrazando árboles en mis largos paseos por los bosques. Me gusta trabajar «fino» y soy especialista en Artesanía Celta y Nórdica desde el 99.

En otra vida sería… claramente, un cuervo.

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